La ciencia es una chica hermosa, y yo su novia celosa

No hay científico en el mundo que no se haya planteado alguna vez dejar la investigación. De hecho, apostaría a que la mayoría de investigadores se lo plantean al menos una vez al mes. Ser o no ser científico, esa es la cuestión.

Y es que la investigación es muy dura. Quizá ya lo hayan leído u oído alguna vez, pero es que es verdad. Prácticamente todo el mundo sufre estrés laboral, pero piensen en la frustración que puede causar trabajar una media de 12 horas al día durante semanas, a veces utilizando productos tóxicos o cancerígenos o manipulando organismos patógenos, para finalmente no obtener el resultado esperado. Y, mucho peor, imagínense el horror que puede suponer el que no se haya obtenido dicho resultado simplemente porque se han contaminado las muestras, porque el microscopio que necesitabas usar se ha estropeado, o porque, por obra y gracia del Espíritu Santo, ese día tus bichitos han decidido no crecer. En fin, que parece lógico que un científico se acueste cada noche pensando en dejar su trabajo.

Mi problema es que veo a la ciencia como a una chica hermosa, y yo soy su novia celosa. La ciencia es interesante, inteligente, atractiva. Ella me obsesiona. No concibo mis días sin la ciencia. No dejo de pensar en ella. La ciencia supone para mí una adicción que, aunque haciéndome sufrir a menudo, me obliga a seguir amarrada a ella. Y me despierto cada día con ansiedad de pensar en el experimento que me toca hacer, y lloro cuando ese experimento al que tantos pensamientos he destinado no quiere funcionar. Y lo asemejo a la persona celosa que no puede dejar de pensar en su pareja y sufre cuando ésta no responde a sus mensajes o llamadas. Pero después veo células al microscopio, oigo seminarios sobre ciencia, leo, reviso y escribo artículos científicos, diseño experimentos y … soy feliz. Así que decido dejar de investigar a mi novia. Decido, simplemente, quererla en la distancia.